El libro nos cuenta, literalmente, una jornada en un campo de trabajo soviético. El protagonista, Iván Denísovich, es un hombre maduro que encara el tramo final de su condena, después de pasar años confinado en ése y otros campos por un delito de traición que no cometió. Como es de suponer, las condiciones de vida en ese ambiente son durísimas: no sólo por la severidad del confinamiento en el campo y de la que hacen gala sus responsables, sino por lo cruel del ambiente físico. Los presos están sometidos a días de intenso trabajo sin apenas descanso, sin comodidad alguna y sin esperanza de que esas circunstancias puedan cambiar.
No obstante, el relato de Solzhenitsyn juega con el lector desde la primera página: lejos de mostrar de forma descarnada ese ambiente, de poner por escrito los padecimientos a los que se enfrentaban los condenados (que eran muchos), el autor se escabulle y decide narrar esa jornada de trabajo como si de un ameno día de trabajo común se tratase. Shújov (sobrenombre de Iván Denísovich) se levanta a las cinco de la mañana para pelear por su ración de apenas doscientos gramos de gachas; se enfunda su astrosa ropa, remendada cientos de veces, para arrostrar una temperatura de más de veinte grados bajo cero y construir un barracón; trabaja levantando una pared durante horas con sólo una pausa para rucar un trozo de pan y una sopa fría, sin la posibilidad de acercarse a una estufa; y vuelve al campo al término del día extenuado, con la esperanza de comprar un poco de tabaco con el que liar un cigarrillo del que disfrutar antes de derrumbarse en su colchón de serrín apelmazado. Todo esto, sin embargo, se muestra al lector con un candor insólito, con un estilo sencillo y llano, con el propósito de hacer de esa jornada anodina un momento único, especial y casi mágico.
La escritura de Alexandr es simple y sencilla, su estilo se subordina al mensaje que quiere transmitir. Pero lo curioso es que ese mensaje es engañosamente pacífico. Shújov afronta ese día con paciencia, incluso con esperanza; no la esperanza de escapar o de pasarlo sin trabajar, o incluso de que su condena esté cerca de su final. Su esperanza es mundana, terrenal: Iván Denísovich quiere echarse al gaznate su ración para paladear sus gachas sin contratiempos; quiere marchar hacia el trabajo sin interrupciones, para no helarse de frío; quiere levantar un muro con pericia y efectividad, para demostrarse a sí mismo que sigue siendo un buen albañil. Su esperanza es la del día a día, la del hombre que no ansía nada porque nada le queda por ansiar. En ese sentido, la novela refleja una jornada idílica, en la que tanto Shújov como sus compañeros charlan, ríen, bromean, discuten, enferman o pelean como los seres humanos que son. Sólo los sutiles detalles que Solzhenitsyn va introduciendo en el relato hacen recordar al lector que las condiciones de vida de esos hombres son las más duras a las que se puede enfrentar un ser humano.
“Un día en la vida de Iván Denísovich” es un elogio hermoso y terrible a la integridad del hombre, a la inmensa capacidad de seguir siendo humanos en las condiciones más penosas y adversas. Una lectura imprescindible para los interesados en el campo tanto histórico como humano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario